Luis Cordero

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    Información biográfica

  1. Adiós
  2. Al glorioso Cervantes Saavedra
  3. Perfume eterno


Información biográfica
    Nombre: Luis Cordero Crespo
    Lugar y fecha nacimiento: Cañar, Ecuador, 6 de abril de 1833
    Lugar y fecha defunción: Azuay, Ecuador, 30 de enero de 1912 (78 años)
    Ocupación: Abogado, político, explorador, botánico, escritor, poeta

    Fuente: [Luis Cordero] en Wikipedia.org
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    Adiós
      A mi idolatrada esposa Jesús Dávila y Heredia.

      Versos de fuego, con mi sangre escritos,
      Que condensen mis ayes infinitos
      En un solo clamor, y a la futura
      Edad transmitan el recuerdo infausto
      De esta incomparable desventura;
      Versos que inmortalicen tu holocausto,
      A par de mi agonía,
      Lamentando el rigor de nuestra suerte,
      Quisiera componer, para ofrecerte,
      ¡Mitad difunta de la vida mía!

      Pero ¡ay! que, mientras, yerta
      Duermes, en el silencio de la fosa,
      El sueño del que nunca se despierta,
      Consternación cruel, pena espantosa
      Roen mi corazón, y en trance tanto,
      Si bien puedo exhalar tristes gemidos,
      Prorrumpir en funestos alaridos,
      Bronca la lira, se resiste el canto.

      ¡Desdichado de mí! ¡Cómo pudiera
      Dejar al punto tu siniestra casa,
      Y, cual herido ciervo, a quien traspasa
      De aleve cazador bala certera,
      Aturdido cruzar monte y llanura,
      Y correr, y correr, sin rumbo cierto,
      Hasta caerme muerto,
      Allá en el fondo de una selva oscura!...

      Triste que muere, sus congojas mata,
      Y este el remedio de mi mal sería.
      Mas ¡oh martirio! la fortuna impía,
      Que el más estrecho vínculo desata,
      Quiere extremar conmigo su violencia;
      Pues, con los restos mismos que han quedado
      Del lazo de mi amor, me ha sujetado
      A la roca fatal de la existencia.

      ¡Reliquias de mi bien, huérfanos míos,
      Que, gimiendo, aterrados y sombríos,
      Me circundáis en grupo tembloroso,
      Vosotros el precioso
      Derecho me quitáis con que podría
      Postrarme de rodillas ante el Cielo,
      Y el inmediato fin de vida y duelo,
      Suplicios ambos, impetrar hoy día!

      ¡Extraña condición! ¡Yo, que a torrentes,
      Voy a beber del mar de la amargura,
      Os debo consolar, prendas dolientes
      De mi muerta ventura!...
      Mas, ¿cómo aliviaré vuestro tormento?
      ¿Qué luz, para mi rostro macilento;
      Para mi mustio labio, qué sonrisa;
      Qué lenguaje, a consuelos adecuado,
      Podrá darme este inerte y desolado
      Corazón, que en tinieblas agoniza?

      ¡Señor, cuando tu arbitrio inescrutable
      Sentencia de orfandad dicte severa
      Contra humana familia miserable,
      Sea el padre la víctima primera;
      Y a la débil infancia que, inocente,
      En el regazo maternal anida,
      Del materno calor saca la vida,
      No la dejes sin madre, Dios clemente!

      ¡Piedad, Señor!, mis hijos la han perdido;
      El mayor infortunio de la tierra
      Sobre ellos ha caído.
      Verdad que es suyo cuanto amor encierra
      Mi pecho lacerado,
      Amor que, con la ausencia perdurable
      Del ídolo de mi alma, se ha doblado;
      Mas, ¿dónde la inefable
      Ternura, los afanes, los desvelos,
      Y ese caudal de halagos sin medida
      De aquel ángel bendito de mi vida,
      Custodio de mis pobres pequeñuelos?

      ¿Quién soy, desde que faltas, dueño amado,
      Sino un huérfano más que, despojado
      De tu inmenso cariño,
      Te busca sin cesar por donde quiera,
      Te llora amargamente, como un niño,
      Y te llama, y te espera,
      Y, como no contestas, se sorprende,
      Y, de ver que no asomas, se horroriza,
      Y hiélase de espanto, pues comprende
      Que ya no eres, mi amor, más que ceniza?

      ¡Oh desastre fatal! ¡Oh golpe rudo!
      ¿Quién anunciarme pudo
      Que el prematuro fin lamentaría
      De tu fresca y lozana
      Juventud, de tu noble bizarría,
      Del cultivado brillo de tu mente,
      De ese anhelo continuo y diligente
      Con que eras, en tu hogar, la soberana
      Experta y laboriosa,
      Madre excelente, singular esposa?

      De cuanto fuiste tú, ya no me queda
      Sino la imagen de tu rostro amado
      Que, previsor, el arte ha conservado,
      Para que, en medio de mi angustia, pueda
      Mirarla y suponer que noche y día
      Vives en mi amorosa compañía.
      Ella es mi talismán y mi tesoro,
      La única joya que en el mundo estimo,
      Y, cuando a voces mi desdicha lloro,
      Contra el viudo corazón oprimo...

      Consuelo de mis penas, ¿por qué acabas
      Tus juveniles años de repente?
      Trunca dejas la tela que bordabas;
      Abierto aún el libro que leías;
      Suspensa la cristiana y elocuente
      Instrucción que a tus hijos dar solías;
      Toda labor doméstica turbada;
      Toda esperanza de los dos burlada...
      ¡Ay!, con razón, encanto de mi vida,
      Al contacto postrero de tu mano,
      Exhaló gemebundo tu piano
      Notas de lastimera despedida...

      Pronto florecerán tus azucenas,
      Y después tu magnolia favorita
      Su esencia brindaranos exquisita,
      En níveas copas, de rocío llenas.
      Aún las de nuestro amor flores preciadas,
      Que, en aljófar de lágrimas bañadas,
      Son la mejor corona de tu duelo,
      Puede ser que, pasado el negro día
      De llanto y desconsuelo,
      Cobren nuevo vigor y gallardía...

      De entre las bellas cosas que cultivo,
      A una, la más preciosa
      Di de tu dulce nombre el atractivo,
      Y es rosa de Jesús aquella rosa.
      Ya con botones de fragante grama,
      Soberbia de ser tuya, se engalana,
      ¡Malogrado primor!, ¡vana hermosura!
      ¡Ahí estás, mi Jesús, flor de mis flores,
      Con el brote postrer de mis amores,
      Marchita en la desierta sepultura!

      ¡Ah cuán lento, cuán largo, me parece,
      Desde que tú no existes, cada instante!
      Ha quedado mi dicha tan distante,
      Que en lóbrego confín se desvanece.
      Así suele, después de claro día,
      Prologarse la noche tenebrosa,
      Y ni vestigios hay de la radiosa
      Lumbre que en el cenit resplandecía.

      ¡Ten lástima de mí, Dios soberano!
      Mi corazón se turba y anonada
      Al peso de tu mano.
      Con la luz de mis ojos apagada
      Y la carne a los huesos adherida,
      Hastiado de mí mismo y de la vida,
      Adusto, cual el cárabo en su grieta,
      ¿Cómo, si me abandonas, Padre mío,
      Resistiré a tu excelso poderío,
      Que me clava en el pecho la saeta?

      Sus días fueron sombras, fueron humo,
      He ahí que la agostaste como el heno
      Que siega el labrador en la mañana...
      Sólo tú no te cambias, Poder Sumo,
      Que impasible dispones y sereno
      La sucesión de seres cotidiana.
      Cuando perezca el orbe que fundaste,
      Envejecido el cielo se desgaste,
      Y a desplomarse vaya la opulenta
      Máquina de los mundos al abismo,
      La mudarás cual rota vestimenta,
      Y quedarás el mismo...

      Pero, ¿qué es de la humana criatura,
      Que hiciste a tu divina semejanza,
      Dándole un rayo de tu lumbre pura
      Y el poderoso imán de la esperanza,
      Si, a pesar de sus ansias de lo eterno,
      La total destrucción que le rodea
      Mira, con esa luz, odiosa tea,
      Que le enciende las llamas de un infierno?

      ¡Perdóname, Dios santo, que estoy loco!...
      ¿Loco?... ¡Dichoso yo, si lo estuviera,
      Y el juicio, que quitárame hace poco,
      Tu augusta potestad me devolviera!
      Y, desgarrado el velo que cubría
      De pavorosa lobreguez mi mente,
      Brillara para mí resplandeciente
      La aurora de otro día,
      Y despertase de mi horrible sueño,
      En brazos... ¡ay!, ¡en brazos de mi dueño!

      Y aquel amargo adiós que ella me daba;
      Los tristísimos ayes que exhalaba;
      La tierna bendición con que a sus hijos
      Por siempre de su lado despedía;
      Aquellos ojos lánguidos, que fijos
      En el cielo tenía;
      La mortal palidez de su semblante;
      Su actitud de paloma agonizante;
      Su sacrificio, en fin, y esos clamores
      Que en torno a su cadáver estallaron,
      ¡Fuesen sólo fantásticos dolores,
      Soñadas amarguras, que pasaron!...

      Paraíso de mi amor, Azuay querido,
      Que tuya has hecho la desgracia mía,
      Con cuánto regocijo te diría:
      ¡Dejemos de llorar: no la he perdido!
      Por tus plazas y calles la llevara,
      Con el mismo contento y algazara
      De la feliz mujer que halló su perla,
      Y tu pueblo, sensible y generoso,
      Llamándome dichoso,
      Me colmara de plácemes, al verla...

      ¡No, Señor!, ya me postro y me someto
      Al horrible decreto
      Que contra mí fulminas.
      ¡Que se cumplan tus órdenes divinas!
      Con la frente en el polvo las bendigo,
      Sabia, tu providencia ha concertado
      Un premio y un castigo,
      Con separar al justo del culpado.

      Se fue la gloria mía;
      Se fue contigo, que mejor la amabas;
      Yo no la merecía.
      Mil veces entendió que la llamabas;
      Mil veces me lo dijo de antemano;
      Aunque, al hablarme de su fin cercano,
      ¡Insensato de mí!, no lo creyera.
      ¡Ay!, cuando ya no existe,
      Saboreo el acíbar de aquel triste:
      ¿Quién cuidará de ti, cuando me muera?

      ¿Quién cuidará de mí?... Nadie, amor mío.
      Tu puesto está vacío...
      Compañera adorada, ven a verme...
      Tu familia de huérfanos ya duerme.
      Desamparado estoy... Lúgubre calma
      De silenciosa noche me circunda,
      Noche en el corazón, noche en el alma.
      Todo es quietud profunda;
      Nadie te observará; sólo yo velo.

      Acércate, por Dios; dame al oído
      El plácido mensaje que del Cielo
      Por favor, por piedad, me habrás traído.
      ¿Cómo he de soportar esta condena
      De forzado a la vida,
      Si alguna vez, a mitigar mi pena,
      No vienes, con tu amor, sombra querida,
      Espíritu inmortal, que al sacrosanto
      Seno de Dios volaste?
      Recuerda que en el mundo me dejaste
      Náufrago de las ondas de mi llanto
      Yo debo perecer, si no me amparas;
      Pero, ¡ay entonces, de las prendas caras
      Que mi dicha de ayer diera por fruto!
      De orfandad doble vestirán el luto.

      ¡No!... por más que me olvides, yo no puedo
      La cadena romper con que ligado
      Por el amor a la desdicha quedo.
      Tú a la patria del bien te has encumbrado,
      Donde tus hijas en la infancia muertas
      Ángeles eran ya, que te esperaban
      Con las alas abiertas.
      Cuantos pesares para ti se acaban,
      Cuantos el mundo para mí tenía,
      Cuantos, al caer tú, se han desatado,
      Unidos, van a ser, desde este día,
      El lote de tu esposo desgraciado...

      ¡Emperatriz del cielo! A tu clemencia,
      Con mi grupo de huérfanos acudo;
      Bajo tu amparo pongo su inocencia.
      Cuando su buena madre ya no pudo
      Hablar palabra del lenguaje humano,
      Todavía tu nombre soberano
      Con labio balbuciente pronunciaba,
      Y hasta el último instante repetía;
      Porque mi pobre mártir expiraba
      Entregando sus hijos a María.

      ¡Madre del infeliz que no la tiene,
      Recibe esta familia, que, a ser tuya,
      Dejando en polvo la que tuvo, viene!
      Tu divino favor le restituya
      Todo el amor perdido.
      Por tu dolor de madre te lo pido,
      Acógela benigna en tu santuario;
      Sé su tierna y clemente protectora.
      ¡Después de tu orfandad en el Calvario,
      Ya no debe haber huérfanos, Señora...!

      A tus plantas los dejo, y peregrino,
      Mientras tu santa protección los guarde,
      Voy, en mi aciaga tarde,
      A recorrer, el resto del camino.
      Solitario y errante en la jornada
      Más penosa y difícil de la vida,
      El alma, entre mis hijos y mi amada,
      En sangrientas mitades dividida,
      A cuestas con el fardo ponderoso
      De mi muerta ventura,
      Salgo a buscar ansioso
      Mi único porvenir: la sepultura...

      ¡Adiós, mi caro dueño,
      Del cielo de mi amor astro extinguido!
      Duerme en santa quietud el postrer sueño;
      Yo, a continuar penando, me despido.
      Mañana, que, al tormento de llorarte,
      Desfallezca y sucumba,
      Vendrán mis restos a pedir su parte
      En tu fúnebre lecho de la tumba...
      Hasta entonces, ¡adiós! En la elegía
      Que amor y desventura me han dictado,
      Te dejo por ofrenda, esposa mía,
      ¡Todo mi corazón despedazado!
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    Al glorioso Cervantes Saavedra
      A los trescientos años de haber nacido su inmortal don Quijote de la Mancha.

      I

      Para irrisión de andantes caballeros,
      Lanzaste el tuyo, de figura triste,
      Tempestuoso filántropo, que embiste
      Doquiera que barrunta desafueros.

      A su lado pusiste el de escuderos
      Perfecto tipo, que al Manchego asiste
      Sólo porque el Fidalgo le conquiste
      Ínsulas en que hartarse de pucheros...

      ¡Tal es la sociedad! Almas ardientes
      Pugnan por el derecho conculcado,
      Provocando la risa de las gentes;

      Mientras un maula rústico y taimado
      Sirve de Sancho Panza a los valientes
      Por el plebeyo gaje del bocado.

      II

      Loco es tu paladín; mas, su manía
      De amparar a dolientes desvalidos,
      Castigando a bellacos y bandidos,
      A punto está de ser sabiduría.

      Al otro mandria, de cabeza fría,
      Que todo lo refiere a los sentidos,
      ¿Qué le importan fazañas ni cumplidos,
      Si al sórdido interés tiene por guía?

      Hidalgo el uno, la hermosura crea
      Que corazón le acepte y homenaje,
      Férvido adorador de Dulcinea.

      Villano el otro, sueña con el gaje,
      Y, si en algo más noble se recrea,
      Es sólo al recobrar a su bagaje.

      III

      Desazones, derrotas, penitencia,
      Todo lo arrostra el ínclito Manchego,
      Que, encendido de amor en vivo fuego,
      Milita en protección de la inocencia.

      El paje es un modelo de indolencia,
      A injurias mudo, para lidias ciego,
      Muy discreto, eso sí, cuando entra en juego
      El tema de la propia conveniencia.

      El adalid, que al débil presta auxilio,
      Deplorará, con frases peregrinas,
      La suerte de Cardenio o de Basilio.

      El mozo, de Camacho en las cocinas,
      Vagará como en propio domicilio,
      Engullendo perdices y gallinas.

      IV

      Don Quijote es el noble visionario,
      Por altos ideales aturdido;
      Sancho es aquel plebeyo buen sentido,
      Que prefiere a la gloria el numerario.

      Si embiste el Caballero temerario,
      El mozo queda oculto o encogido,
      Y ni palabra chista, si, vencido,
      No abandona el palenque el adversario.

      Blande el Hidalgo la pujante lanza
      Sólo por la justicia y por su hermosa,
      Que así de caballeros es usanza.

      El zafio una piltrafa apetitosa
      Les pide a las alforjas, como Panza;
      Don Quijote es poema: Sancho es prosa.

      V

      El uno al natural, el otro al vuelo;
      Aquel con su sarcástica simpleza;
      Este elevada siempre la cabeza,
      Confundiendo al Toboso con el cielo.

      Arranques de piedad en todo duelo;
      Lujo de cortesana gentileza;
      Contra follones, varonil fiereza;
      De honrosos lances insaciable anhelo.

      Socarrón, el criado, le acompaña,
      Sobre enjalma de mísero borrico,
      Sólo por el botín de la campaña;

      Y olvida el manteamiento y cierra el pico,
      Porque su burdo cálculo le engaña
      Con Baratarias que han de hacerle rico.

      VI

      Tal es el mundo, ilustre Romancero:
      Algunos, con la mente perturbada,
      Imitan la ideal, pero arriesgada,
      Profesión del Andante Caballero.

      Otros, como su rústico escudero,
      Buscan lo material de la tajada,
      Aunque agujas los pinchen; porque nada
      Los enamora más que don Dinero.

      Armemos los Quijotes por docenas;
      Montemos por millares a los Panzas,
      Y tendremos del mundo las escenas,

      Donde, al romperse quijotescas lanzas,
      Estallen burlas y se lloren penas,
      Producto de estrambóticas andanzas.

      VII

      ¡Cervantes inmortal!, ¡cuánta cordura
      Acertaste a encarnar en la demencia,
      Haciendo de tu artista la excelencia
      Perpetuo asombro de la edad futura!

      Moral, erudición, literatura,
      Milicia, poesía y elocuencia,
      ¡Todo con la fantástica apariencia
      Y el bizarro color de la locura!

      ¡Sublime Manco, si llegase el día
      En que la humana sociedad agote,
      Por deplorable caso, su alegría,

      Para hacer que otra vez la risa brote
      En sonoros raudales, bastaría
      Abrir ante los tristes tu Quijote!
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    Perfume eterno
      Fiesta en el hogar había,
      Y me diste, esposa mía,
      Tu perfumado pañuelo,
      Que lo guardo con anhelo,
      Perfumado todavía.

      Largo tiempo ha transcurrido,
      Desde que, dando al olvido,
      Toda mundana ventura,
      Te hundiste en la sepultura,
      Dulce tesoro perdido.

      ¿Vives en alguna parte?
      ¿He de volver a mirarte?
      ¿En dónde?... ¿Cómo?... Lo dudo.
      ¡Ah, tal vez la muerte pudo
      Para siempre aniquilarte!

      Sumido en hondo pesar,
      Cansado de meditar
      En arcano tan sombrío,
      Saco el pañuelo, bien mío;
      Lo saco para llorar...

      Pero, apenas desplegado,
      Me enseña que no ha menguado
      La esencia que en él pusiste...
      ¿Será emblema de que existe
      Lo que juzgo aniquilado?

      Sí, porque cuando el olor
      Percibo, sin ver la flor,
      También mi espíritu siente
      Que me ilumina tu mente,
      Que me acaricia tu amor.

      Y el Cielo me dice: Mira,
      El alma que se retira
      Del cuerpo no se consume:
      Es un divino perfume
      Que, muerta la flor, no expira.
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