Duque de Rivas

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    Información biográfica

  1. Mísero leño
  2. Ojos divinos
  3. Receta segura
  4. Un buen consejo
  5. Un castellano leal
  6. Una antigualla de Sevilla


Información biográfica
    Nombre: Ángel María de Saavedra y Ramírez de Baquedano, III Duque de Rivas
    Lugar y fecha nacimiento: Córdoba (España), 10 de marzo de 1791
    Lugar y fecha defunción: Madrid (España), 22 de junio de 1865 (74 años)
    Ocupación: Político, militar, escritor, poeta; miembro de la Real Academia Española, miembro de la Real Academia de la Historia
    Movimiento: Romanticismo

    Fuente: [Duque de Rivas] en Wikipedia.org
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    Mísero leño
      Mísero leño, destrozado y roto,
      Que en la arenosa playa escarmentado
      Yaces del marinero abandonado,
      Despojo vil del ábrego y del noto.

      ¡Cuánto mejor estabas en el soto,
      De aves y ramas y verdor poblado,
      Antes que, envanecido y deslumbrado,
      Fueras del mundo al término remoto!

      Perdiste la pomposa lozanía,
      La dulce paz de la floresta umbrosa,
      Donde burlabas los sonoros vientos.

      ¿Qué tu orgulloso afán se prometía?
      ¿También burlarlos en la mar furiosa?
      He aquí el fruto de altivos pensamientos.
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    Ojos divinos
      Ojos divinos, luz del alma mía,
      Por la primera vez os vi enojados;
      ¡Y antes viera los cielos desplomados,
      O abierta ante mis pies la tierra fría!

      Tener ¡ay!, compasión de la agonía
      En que están mis sentidos sepultados,
      Al veros centellantes e indignados
      Mirarme, ardiendo con fiereza impía.

      ¡Ay!, perdonad si os agravié; perderos
      Temí tal vez, y con mi ruego y llanto
      Más que obligaros conseguí ofenderos;

      Tened, tened piedad de mi quebranto,
      Que si tornáis a fulminarme fieros
      Me hundiréis en los reinos del espanto.
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    Receta segura
      Estudia poco o nada, y la carrera
      Acaba de abogado en estudiante,
      Vete, imberbe, a Madrid, y, petulante,
      Charla sin dique, estafa sin barrera.

      Escribe en un periódico cualquiera;
      De opiniones extremas sé el Atlante
      Y ensaya tu elocuencia relevante
      En el café o en junta patriotera.

      Primero concejal, y diputado
      Procura luego ser, que se consigue
      Tocando con destreza un buen registro;

      No tengas fe ninguna, y ponte al lado
      Que esperanza mejor de éxito abrigue,
      Y pronto te verás primer ministro.
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    Un buen consejo
      Con voz aguardentosa parla y grita
      Contra todo Gobierno, sea el que fuere.
      Llama a todo acreedor que te pidiere,
      Servil, carlino, feota, jesuíta.

      De un diputado furibundo imita
      La frase y ademán. Y si se urdiere
      Algún motín, al punto en él te injiere,
      Y a incendiar y matar la turba incita.

      Lleva bigote luengo, sucio y cano;
      Un sablecillo, una levita rota,
      Bien de realista, bien de miliciano.

      De nada razonable entiendas jota,
      Vivas da ronco al pueblo soberano
      Y serás eminente patriota.
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    Un castellano leal
      Romance I
      "Hola, hidalgos y escuderos
      De mi alcurnia y mi blasón,
      Mirad, como bien nacidos,
      De mi sangre y casa en pro.

      "Esas puertas se defiendan
      Que no ha de entrar ¡vive Dios!
      Por ellas, quien no estuviere
      Más limpio que lo está el sol,

      "No profane mi palacio
      Un fementido traidor
      Que contra su rey combate
      Y que a su patria vendió.

      Pues si él es de reyes primo,
      Primo de reyes soy yo,
      Y conde de Benavente
      Si él es duque de Borbón.

      "Llevándole de ventaja,
      Que nunca jamás manchó
      La traición mi noble sangre,
      Y haber nacido español".

      Así atronaba la calle
      Una ya cascada voz,
      Que de un palacio salía
      Cuya puerta se cerró;

      Y a la que estaba a caballo
      Sobre un negro pisador,
      Siendo en su escudo las lises
      Más bien que timbre, baldón;

      Y de pajes y escuderos
      Llevando un tropel en pos
      Cubiertos de ricas galas,
      El gran duque de Borbón.

      El que lidiando en Pavía
      Más que valiente, feroz,
      Gozóse en ver prisionero
      A su natural señor;

      Y que a Toledo ha venido
      Ufano de su traición,
      Para recibir mercedes,
      Y ver al Emperador.

      Romance II
      En una anchurosa cuadra
      Del alcázar de Toledo,
      Cuyas paredes adornan
      Ricos tapices flamencos,

      Al lado de una gran mesa
      Que cubre de terciopelo
      Napolitano tapete
      Con borlones de oro y flecos;

      Ante un sillón de respaldo
      Que entre bordado arabesco
      Los timbres de España ostenta
      Y el águila del Imperio.

      De pie estaba Carlos Quinto
      Que en España era Primero,
      Con gallardo y noble talle,
      Con noble y tranquilo aspecto.

      De brocado de oro y blanco
      Viste tabardo tudesco,
      De rubias martas orlado,
      Y desabrochado y suelto;

      Dejando ver un justillo
      De raso jalde, cubierto
      Con primorosos bordados
      Y costosos sobrepuestos;

      Y la excelsa y noble insignia
      Del Toisón de Oro, pendiendo
      De una preciosa cadena
      En la mitad de su pecho.

      Un birrete de velludo
      Con un blanco airón, sujeto
      Por un joyel de diamantes
      Y un antiguo camafeo;

      Descubre por ambos lados,
      Tanta majestad cubriendo,
      Rubio, cual barba y bigote
      Bien atusado el cabello.

      Apoyada en la cadera
      La potente diestra ha puesto,
      Que aprieta dos guantes de ámbar
      Y un primoroso mosquero.

      Y con la siniestra halaga,
      De un mastín muy corpulento,
      Blanco, y las orejas rubias,
      El ancho y carnoso cuello.

      Con el Condestable insigne,
      Apaciguador del reino,
      De los pasados disturbios
      Acaso está discurriendo;

      O del trato que dispone
      Con el rey de Francia, preso,
      O de asuntos de Alemania,
      Agitada por Lutero.

      Cuando un tropel de caballos
      Oye venir, a lo lejos,
      Y ante el alcázar pararse,
      Quedando todo en silencio.

      En la antecámara suena
      Rumor impensado luego,
      Ábrese al fin la mampara
      Y entra el de Borbón soberbio;

      Con el semblante de azufre,
      Y con los ojos de fuego,
      Bramando de ira y de rabia
      Que enfrena mal el respeto.

      Y con balbuciente lengua
      Y con mal borrado ceño,
      Acusa al de Benavente,
      Un desagravio pidiendo.

      Del español Condestable
      Latió con orgullo el pecho,
      Ufano de la entereza
      De su esclarecido deudo.

      Y, aunque advertido procura
      Disimular cual discreto,
      A su noble rostro asoman
      La aprobación y el contento.

      El Emperador un punto
      Quedó indeciso y suspenso,
      Sin saber qué responderle
      Al francés, de enojo ciego.

      Y aunque en su interior se goza
      Con el proceder violento
      Del conde de Benavente,
      De altas esperanzas lleno;

      Por tener tales vasallos,
      De noble lealtad modelos,
      Y con los que el ancho mundo
      Será a sus glorias estrecho;

      Mucho al de Borbón le debe
      Y es fuerza satisfacerlo,
      Le ofrece para calmarlo
      Un desagravio completo;

      Y llamando a un gentilhombre,
      Con el semblante severo
      Manda que el de Benavente
      Venga a su presencia presto.

      Romance III
      Sostenido por sus pajes
      Desciende de su litera
      El conde de Benavente
      Del alcázar a la puerta.

      Era un viejo respetable,
      Cuerpo enjuto, cara seca,
      Con dos ojos como chispas,
      Cargados de largas cejas;

      Y con semblante muy noble,
      Mas de gravedad tan seria,
      Que veneración de lejos
      Y miedo causa de cerca.

      Eran su traje unas calzas
      De púrpura de Valencia,
      Y de recamado ante
      Un coleto a la leonesa.

      De fino lienzo gallego
      Los puños y la gorguera,
      Unos y otra guarnecidos
      Con randas barcelonesas.

      Un birretón de velludo
      Con su cintillo de perlas,
      Y el gabán de paño verde
      Con alamares de seda.

      Tan sólo de Calatrava
      La insignia española lleva,
      Que el Toisón ha despreciado
      Por ser orden extranjera.

      Con paso tardo, aunque firme,
      Sube por las escaleras,
      Y al verle, las alabardas
      Un golpe dan en la tierra.

      Golpe de honor, y de aviso
      De que en el alcázar entra
      Un grande, a quien se le debe
      Todo honor y reverencia.

      Al llegar a la antesala,
      Los pajes que están en ella
      Con respeto le saludan
      Abriendo las anchas puertas.

      Con grave paso entra el conde
      Sin que otro aviso preceda,
      Salones atravesando
      Hasta la cámara regia.

      Pensativo está el monarca,
      Discurriendo cómo pueda
      Componer aquel disturbio
      Sin hacer a nadie ofensa.

      Mucho al de Borbón le debe
      Aún mucho más de él espera,
      Y al de Benavente mucho
      Considerar le interesa.

      Dilación no admite el caso,
      No hay quien dar consejo pueda,
      Y Villalar y Pavía
      A un tiempo se le recuerdan.

      En el sillón asentado,
      Y el codo sobre la mesa,
      Al personaje recibe
      Que comedido se acerca.

      Grave el Conde le saluda
      Con una rodilla en tierra,
      Mas como Grande del reino
      Sin descubrir la cabeza.

      El Emperador, benigno,
      Que alce del suelo le ordena,
      Y la plática difícil
      Con sagacidad empieza.

      Y entre severo y afable,
      Al cabo le manifiesta,
      Que es el que a Borbón aloje
      Voluntad suya resuelta.

      Con respeto muy profundo,
      Pero con la voz entera,
      Respóndele Benavente
      Destocando la cabeza:

      "Soy, señor, vuestro vasallo,
      Vos sois mi rey en la tierra,
      A vos ordenar os cumple
      De mi vida y de mi hacienda.

      "Vuestro soy, vuestra mi casa,
      De mí disponed y de ella,
      Pero no toquéis mi honra
      Y respetad mi conciencia.

      "Mi casa Borbón ocupe
      Puesto que es voluntad vuestra,
      Contamine sus paredes,
      Sus blasones envilezca,

      "Que a mí me sobra en Toledo
      Donde vivir, sin que tenga
      Que rozarme con traidores
      Cuyo solo aliento infesta,

      "Y en cuanto él deje mi casa,
      Antes de tornar yo a ella,
      Purificaré con fuego
      Sus paredes y sus puertas".

      Dijo el Conde, la real mano
      Besó, cubrió su cabeza,
      Y retiróse bajando
      A do estaba su litera.

      Y a casa de un su pariente
      Mandó que le condujeran,
      Abandonando la suya
      Con cuanto dentro se encierra.

      Quedó absorto Carlos Quinto
      De ver tan noble firmeza,
      Estimando la de España
      Más que la imperial diadema.

      Romance IV
      Muy pocos días el Duque
      Hizo mansión en Toledo,
      Del noble Conde ocupando
      Los honrados aposentos.

      Y la noche en que el palacio
      Dejó vacío, partiendo
      Con su séquito y sus pajes
      Orgulloso y satisfecho;

      Turbó la apacible luna
      Un vapor blanco y espeso,
      Que de las altas techumbres
      Se iba elevando y creciendo:

      A poco rato tornóse
      En humo confuso y denso,
      Que en nubarrones oscuros
      Ofuscaba el claro cielo;

      Después en ardientes chispas,
      Y en un resplandor horrendo
      Que iluminaba los valles,
      Dando en el Tajo reflejos;

      Y al fin su furor mostrando
      En embravecido incendio,
      Que devoraba altas torres
      Y derrumbaba altos techos.

      Resonaron las campanas,
      Conmovióse todo el pueblo
      De Benavente el palacio
      Presa de las llamas viendo.

      El Emperador confuso
      Corre a procurar remedio,
      En atajar tanto daño
      Mostrando tenaz empeño.

      En vano todo; tragóse
      Tantas riquezas el fuego,
      A la lealtad castellana
      Levantando un monumento.

      Aun hoy unos viejos muros
      Del humo y las llamas negros,
      Recuerdan acción tan grande
      En la famosa Toledo.
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    Una antigualla de Sevilla
      Romance I. El candil
      Más ha de quinientos años,
      En una torcida calle,
      Que de Sevilla, en el centro,
      Da paso a otras principales;

      Cerca de la media noche,
      Cuando la ciudad más grande
      Es de un grande cementerio
      En silencio y paz imagen;

      De dos desnudas espadas
      Que trababan un combate,
      Turbó el repentino encuentro
      Las tinieblas impalpables.

      El crujir de los aceros
      Sonó por breves instantes,
      Lanzando azules centellas,
      Meteoro de desastres.

      Y al gemido, ¡Dios me valga!
      ¡Muerto soy! Y al golpe grave
      De un cuerpo que a tierra vino,
      El silencio y paz renacen.

      Al punto una ventanilla
      De un pobre casuco abren;
      Y, de tendones y, huesos,
      Sin jugo, como sin carne,

      Una mano y brazo asoman,
      Que sostienen por el aire
      Un candil, cuyos destellos
      Dan luz súbita a la calle.

      En pos un rostro aparece
      De gomia o bruja espantable
      A que otra marchita mano
      O cubre o da sombra en parte.

      Ser dijérase la muerte
      Que salía a apoderarse
      De aquella víctima humana
      Que acababan de inmolarle;

      O de la eterna justicia,
      De cuyas miradas nadie
      Consigue ocultar un crimen,
      El testigo formidable.

      Pues a la llama mezquina,
      Con el ambiente ondeante,
      Que dando luz roja al muro
      Dibujaba desiguales.

      Los tejados y azoteas
      Sobre el oscuro celaje,
      Dando fantásticas formas
      A esquinas y bocacalles.

      Se vio en medio del arroyo,
      Cubierto de lodo y sangre,
      El negro bulto tendido
      De un traspasado cadáver.

      Y de pie a su frente un hombre,
      Vestido negro ropaje,
      Con una espada en la mano,
      Roja hasta los gavilanes.

      El cual, en el mismo punto,
      Sorprendido de encontrarse
      Bañado de luz, esconde
      La faz en su embozo, y parte.

      Aunque no como el culpado
      Que se fuga por salvarse,
      Sino como el que inocente,
      Mueve tranquilo el pie y grave.

      Al andar, sus choquezuelas
      Formaban ruido notable,
      Como el que forman los dados
      Al confundirse y mezclarse.

      Rumor de poca importancia
      En la escena lamentable,
      Mas de tan mágico efecto,
      Y de un influjo tan grande.

      En la vieja, que asomaba
      El rostro y luz a la calle,
      Que, cual si oyera el silbido
      De venenosa ceraste,

      O crujir las negras alas
      Del precipitado Arcángel,
      Grita en espantoso aullido,
      ¡Virgen de los Reyes, valme!

      Suelta el candil, que en las piedras
      Se apaga y aceite esparce,
      Y cerrando la ventana
      De un golpe, que la deshace,

      Bajo su mísero lecho
      Corre a tientas a ocultarse,
      Tan acongojada y yerta,
      Que apenas sus pulsos laten.

      Por sorda y ciega haber sido
      Aquellos breves instantes,
      La mitad diera gustosa
      De sus días miserables:

      Y hubiera dado los días
      De amor y dulces afanes
      De su juventud, y dado
      Las caricias de sus padres,

      Los encantos de la cuna,
      Y... en fin, hasta lo que nadie
      Enajena, la esperanza,
      Bien solo de los mortales:

      Pues lo que ha visto la abruma,
      Y la aterra lo que sabe,
      Que hay vistas, que son peligros,
      Y aciertos que muerte valen.

      Romance II. El juez
      ¡Las cuatro esferas doradas,
      Que ensartadas en un perno,
      Obra colosal de moros
      Con resaltos y letreros.

      De la torre de Sevilla
      Eran remate soberbio,
      Do el gallardo Giraldillo
      Hoy marca el mudable viento,

      ¡Esferas, que pocos años
      Después derrumbó en el suelo
      Un terremoto, ¿brillaban
      Del sol matutino al fuego:

      Cuando en una sala estrecha
      Del antiguo alcázar regio,
      Que entonces reedificaban
      Tal cual hoy mismo le vemos.

      En un sillón de respaldo
      Sentado está el rey don Pedro,
      Joven de gallardo talle,
      Mas de semblante severo.

      A reverente distancia,
      Una rodilla en el suelo,
      Vestido de negra toga,
      Blanca barba, albo cabello,

      Y con la vara de alcalde
      Rendida al poder supremo,
      Martín Fernández Cerón
      Era emblema del respeto.

      Y estas palabras de entrambos
      Recogió el dorado techo,
      Y la tradición guardólas
      Para que hoy suenen de nuevo.

      R.- ¿Conque en medio de Sevilla
      Amaneció un hombre muerto,
      Y no venís a decirme
      Que está ya el matador preso?

      A.- Señor, desde antes del alba,
      En que el cadáver sangriento
      Recogí, varias pesquisas
      Inútilmente se han hecho.

      R.- Más pronta justicia, alcalde,
      Ha de haber donde yo reino,
      Y a sus vigilantes ojos
      Nada ha de estar encubierto.

      A.- Tal vez, señor, los judíos,
      Tal vez los moros sospecho...
      R.- ¿Y os vais tras de las sospechas
      Cuando hay un testigo, y bueno?

      ¿No me habéis, alcalde, dicho,
      Que un candil se halló en el suelo
      Cerca del cadáver?... Basta
      Que el candil os diga el reo.

      A.- Un candil no tiene lengua.
      R.- Pero tiénela su dueño,
      Y a moverla se le obliga
      Con las cuerdas del tormento.

      Y -¡vive Dios!- que esta noche
      Ha de estar en aquel puesto,
      O vuestra cabeza, alcalde
      O la cabeza del reo.

      El rey, temblando de ira,
      Del sillón se alzó de presto,
      Y el juez alzóse de tierra
      Temblando también de miedo.

      Y haciendo una reverencia,
      Y otra después, y otra luego,
      Salióse a ahorcar a Sevilla
      Para salvarse, resuelto.

      Síguele el rey con los ojos,
      Que estuvieran en su puesto
      De un basilisco en la frente,
      Según eran de siniestros,

      Y de satánica risa
      Dando la expresión al gesto,
      Salió detrás del alcalde
      A pasos largos y lentos.

      Por el corredor estuvo
      En las alcándaras viendo
      Azores y jerifaltes,
      Y dándoles agua y cebo.

      Y con uno sobre el puño
      Salió a dirigir él mesmo
      Las obras de aquel palacio
      En que muestra gran empeño.

      Y vio poner las portadas
      De cincelados maderos,
      Y él mismo dictó las letras
      Que aún hoy notamos en ellos.

      Después habló largo rato,
      A solas y con secreto,
      A un su privado, Juan Diente,
      Diestrísimo ballestero.

      Señalándole un retrato,
      Busto de piedra mal hecho,
      Que con corta semejanza
      Labró un peregrino griego.

      Fue a Triana, vio las naves
      Y marítimos aprestos;
      De Santa Ana entró en la iglesia
      Y oró brevísimo tiempo.

      Comió en la torre del Oro,
      A las tablas jugó luego
      Con Martín Gil de Alburquerque;
      A caballo dio un paseo:

      Y cuando el sol descendía,
      Dejando esmaltado el cielo
      De rosa, morado y oro,
      Con nubes de grana y fuego,

      Tornó al alcázar, vistióse
      Sayo pardo, manto negro,
      Tomó un birrete sin plumas
      Y un estoque de Toledo,

      Y bajando a los jardines
      Por un postigo secreto,
      Do Juan Diente le esperaba
      Entre murtas encubierto,

      Salió solo, y esto dijo
      Con recato al ballestero:
      "Antes de la media noche
      Todo esté cual dicho tengo".

      Cerró el postigo por fuera,
      Y en el laberinto ciego
      De las calles de Sevilla
      Desapareció entre el pueblo.

      Romance III. La cabeza
      Al tiempo que en el ocaso
      Su eterna llama sepulta
      El sol, y tierras y cielos
      Con negras sombras se enlutan.

      De la cárcel de Sevilla,
      En una bóveda oscura,
      Que una lámpara de cobre
      Más bien asombra que alumbra,

      Pasaba una extraña escena,
      De aquellas que nos angustian,
      Si en horrenda pesadilla
      El sueño nos las dibuja.

      Pues no semejaba cosa
      De este mundo, aunque se usan
      En él cosas harto horrendas,
      De que he presenciado muchas;

      Sino cosa del infierno,
      Funesta y maligna junta
      De espectros y de vampiros,
      Festín horrible de furias.

      En un sillón, sobre gradas,
      Se ve en negras vestiduras
      Al buen alcalde Cerón,
      Ceño grave, faz adusta.

      A su lado en un bufete,
      Que más parece una tumba,
      Prepara un viejo notario
      Sus pergaminos y plumas.

      Y de aquella estancia en medio,
      De tablas con sangre sucias
      Se ve un lecho, y sus cortinas
      Son cuerdas, garfios, garruchas.

      En torno de él dos verdugos
      De imbécil facha y robusta,
      De un saco de cuero aprestan
      Hierros de infaustas figuras.

      Sepulcral silencio reina,
      Pues solamente se escucha
      El chispeo de la llama
      En la lámpara que ahúma

      La bóveda, y de los hierros
      Que los verdugos rebuscan,
      El metálico sonido
      Con que se apartan y juntan.

      Pronto del severo alcalde
      La voz sepulcral retumba
      Diciendo: "Venga el testigo
      Que ha de sufrir la tortura".

      Se abrió al instante una puerta
      Por la que sale confusa
      Algazara, ayes profundos
      Y gemidos que espeluznan.

      Y luego entre los sayones,
      Esbirros y vil gentuza,
      De ademanes descompuestos
      Y de feroz catadura.

      Una vieja miserable,
      De ropa y carne desnuda,
      Como un cuerpo que las hienas
      Sacan de la sepultura;

      Pues, sólo se ve que vive
      Porque flacamente lucha
      Con desmayados esfuerzos,
      Porque gime y porque suda.

      Arrástranla los sayones;
      La confortan y la ayudan
      Dos religiosos franciscos
      Caladas sendas capuchas;

      Y la algazara y estruendo,
      Con que satánica turba,
      Lleva un precito a las llamas
      Por la bóveda retumba.

      Un negro bulto en silencio
      También entra en la confusa
      Escena, y sin ser notado
      Tras de un pilarón se oculta.

      "Ven ¡grita un tosco verdugo
      Con una risada aguda¿
      Ven a casarte conmigo;
      Hecha está la cama, bruja".

      Otro, asiéndolo los brazos
      Con una mano más dura
      Que unas tenazas, le dice.
      "No volarás hoy a oscuras".

      Y otro, atándola las piernas:
      "¿Y el bote con que te untas?
      Sobre la escoba a caballo
      No has de hacer más de las tuyas".

      Estos chistes semejaban
      Los aullidos con que aguzan
      La hambre los lobos, al grito
      De los cuervos que barruntan;

      Los ya corrompidos restos
      De una víctima insepulta,
      La mofa con que los cafres
      A su prisionero insultan.

      Tienden en el triste lecho,
      Ya casi casi difunta
      A la infelice, la enlazan
      Con ásperas ligaduras,

      Y de hierro un aparato
      A su diestra mano ajustan,
      Que al impulso más pequeño
      Martirio espantoso anuncia,

      Dice un sayón al alcalde.
      "Ya está en jaula la lechuza,
      Y si aún a cantar se niega,
      Yo haré que cante o que cruja".

      Silencio el alcalde impone,
      Quédase todo en profunda
      Quietud, y sólo gemidos
      Casi apagados se escuchan.

      "Mujer, prorrumpe Cerón,
      Mujer, si vivir procuras,
      Declárame cuanto viste
      Y te dará Dios ayuda".

      -"Nada vi, nada -responde
      La infeliz-, por Santa Justa
      Juro que estaba durmiendo;
      Ni vi ni oí cosa alguna".

      -Replicó el juez: "Desdichada,
      Piensa, piensa lo que juras".
      Y tomando de las manos
      Del notario que le ayuda,

      Un candil: "Mira -prosigue-
      Esta prenda que te acusa.
      Di quién la tiró a la calle
      Pues confesaste ser tuya".

      La mísera se estremece
      Trémula toda y convulsa,
      Y respondió desmayada:
      "El demonio fue sin duda".

      Y tras de una breve pausa:
      "Soy ciega, soy sorda y muda.
      Matadme, pues, lo repito:
      Ni vi ni oí cosa alguna".

      El juez entonces, de mármol,
      Con la vara al techo apunta,
      Ase una cuerda un verdugo,
      Rechina allá una garrucha,

      La mano de la infelice
      Se disloca y descoyunta,
      Y al chasquido de los huesos
      Un alarido se junta.

      -"Piedad, que voy a decirlo",
      Grita con voz moribunda
      La víctima, y al momento
      Suspéndese la tortura.

      -"Declara", el juez dice, y ella
      Cobrando un vigor que asusta,
      Prorrumpe... "El rey fue..". y su lengua
      En la garganta se anuda.

      Juez, escribano, verdugos,
      Todos con la faz difunta
      Oyen tal nombre, temblando,
      Y queda la estancia muda.

      En esto el desconocido,
      Que tras del pilar se oculta,
      Hacia el potro del tormento
      El firme paso apresura;

      Haciendo sus choquezuelas,
      Canillas y coyunturas,
      El ruido que los dados
      Cuando se chocan y juntan.

      Rumor que al punto conoce
      La infeliz, y se espeluza,
      Y repite: "El rey, sus huesos
      Así sonaron, no hay duda".

      Al punto se desemboza
      Y la faz descubre adusta,
      Y los ojos como brasas
      Aquel personaje, a cuya

      Presencia hincan la rodilla
      Cuantos la bóveda ocupan,
      Pues al rey don Pedro todos
      Conocen y se atribulan.

      Éste saca de su seno
      Una bolsa do relumbran
      Cien monedas de oro y dice:
      "Toma y socórrete, bruja.

      Has dicho verdad, y sabe
      Que el que a la justicia oculta
      La verdad, es reo de muerte,
      Y cómplice de la culpa.

      Pero pues tú la dijiste,
      Ve en paz, el cielo te escuda.
      Yo soy, sí, quien mató al hombre,
      Mas Dios sólo a mí me juzga.

      Pero porque satisfecha
      Quede la justicia augusta,
      Ya la cabeza del reo
      Allí escarmientos pronuncia".

      Y era así; ya colocada
      Estaba la imagen suya
      En la esquina do la muerte
      Dio a un hombre su espada aguda.

      Del Candilejo la calle
      Desde entonces se intitula,
      Y el busto del rey Don Pedro
      Aún allí está y nos asusta.
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